18 enero, 2009

Elogio de la traición

A modo de introducción a este tema rescato una nota del año pasado publicada con motivo del conflicto entre gobierno y campo.

REFLEXIONES SOBRE LA DECISION DEL SENADO Y LOS NUEVOS DESAFIOS
Lo que dejó el conflicto

Elogio de la traición

Ernesto Tenembaum

Corría el año 2005 y la principal noticia política era la ruptura entre Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde. Ambos habían decidido disputar el liderazgo del peronismo por intermedio de sus mujeres, Cristina e Hilda, que se presentaban, ambas, como candidatas a senadoras por la provincia de Buenos Aires. Lo más impactante de esa pelea era la manera en que la mayor parte de los intendentes del conurbano habían traicionado a los Duhalde en cuestión de semanas. Habían sido amigos suyos, habían crecido gracias a él, le habían jurado lealtad eterna, pero, apenas el poder cambió de mano, cambiaron de bando. El fenómeno se profundizaría una vez que Cristina le ganara a Chiche: los hombres que habían hecho campaña con ésta y llegado gracias a ella a una banca –Díaz Bancalari, por ejemplo, que se ríe tanto ahora ante cada chistecito de Kirchner– dieron la voltereta en cuestión de segundos. Por esos días, el culto y experimentado Antonio Cafiero hizo un notable aporte para poder entender la lógica de esa traición en masa. Cafiero recomendó la lectura de un hermoso librito. Se llama Elogio de la traición y fue escrito por los franceses Denis Jeambar y Ives Roucaute. Conviene releerlo, en estos días donde el vicepresidente niega ser un traidor y la Presidenta, Miguel Angel Pichetto, Luis D’Elía, los chicos de La Cámpora, Hebe de Bonafini y algunos más lo acusan de serlo.

Algunos párrafos sirven como un buen ejemplo del provocador texto que recomendó Cafiero para justificar, por entonces, un proceso que beneficiaba al kirchnerismo:

1 “En los avatares de un proceso siempre reiniciado y nunca terminado –dice– los políticos son objeto de frecuentes ataques bajo los peores pretextos. Ocultos detrás de la máscara del ciudadano, los moralistas, abogados de una sociedad quejumbrosa, los acusan de no cumplir sus promesas, de ceder a la demagogia, hija perversa de la democracia, de estar dispuestos a renegar de lo que sea con tal de conquistar y luego conservar el poder”. Los autores franceses citan, como no podía ser de otro modo, a Maquiavelo. “Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños. No obstante, la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra...”.

2 “No traicionar es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición, expresión superior del pragmatismo, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos. El método democrático, adoptado por las repúblicas exige la adaptación constante de la política a la voluntad del pueblo, a las fuerzas subterráneas o expresas de la sociedad... El déspota, hijo de la traición, aterrado por las conmociones de la vida, se apresura a proscribirla y, con ella, a todo el movimiento de la libertad.”

3 “La traición es la expresión política –en el marco de las normas que se da la democracia– de la flexibilidad, la adaptabilidad, el antidogmatismo; su objetivo es mantener los cimientos de la sociedad. En los antípodas del despotismo, la traición es, pues, una idea permanente que, a diferencia de la cobardía, evita las rupturas y las fracturas y permite garantizar la continuidad de las comunidades democráticas al flexibilizar en la práctica los principios preconizados en la teoría...”.

4 “Cómo pasar por alto, por ejemplo, que gracias a ella (la traición) España pudo avanzar hacia la democracia. Sucesor del todopoderoso Caudillo –muerto a los ochenta y dos años, después de treinta y nueve de ejercicio absoluto del poder–, Juan Carlos se convirtió en el fundador incuestionado de la democracia. Ningún destino puede ser más asombroso que el de este hombre educado para asegurar la continuidad del franquismo y que, apenas accede al poder, lo arroja por la borda. A la sombra del caudillo, contra él, Juan Carlos ya traicionaba su voto de lealtad y con ello preparaba el retorno de España a la democracia”.

Es difícil, desde la moral convencional, aceptar estos planteos. Sin embargo, más difícil es entender cómo puede ser que los políticos se acusen unos a otros de traidores cuando traicionan, por lo menos desde la definición tradicional de ese verbo, todo el tiempo. Algunos casos son archiconocidos. Daniel Scioli, por ejemplo, ¿no traicionó a Menem cuando se encumbró Duhalde y a Duhalde cuando se encumbró Kirchner? ¿No es evidente que sostiene las posiciones de Kirchner en estos tiempos solo porque sería suicida no hacerlo, necesitado como está de aportes financieros y de apoyo entre los intendentes K? Son muy conocidas las volteretas de personajes centrales del actual proceso político, como Aníbal y Alberto Fernández, Martín Redrado, los gordos de la CGT, los intendentes del conurbano, Alberto Iribarne, Aldo Rico, ahora Ramón Saadi, Oscarcito Parrilli, José Pampuro, Miguel Angel Pichetto, José Díaz Bancalari, entre miles de dirigentes ahora kirchneristas y mañana vaya a saber qué. ¿Cuántos menemistas había entre las tropas leales que fueron el viernes a Olivos? Es difícil saber si esto es cuestionable o no. Como dicen Jeambar y Roucaute: “La traición, expresión superior del pragmatismo, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos”. Pero, para mal o para bien, si esos razonamientos sirven para justificar la traición que se produjo a favor de los K, es obvio que también podrían respaldarla cuando el mismo proceso se desata en sentido inverso. Y no indignar tanto.

¿Qué dice esto de la actitud del vicepresidente Julio Cobos? Antes de llegar allí, quizá sea didáctico contar brevemente algunas historias poco conocidas, y muy coloridas, del entorno presidencial. Uno de los hombres menos conocidos, más talentosos y de enorme importancia dentro del armado del Gobierno se llama Juan Carlos Mazzón. Las personas comunes no conocen su nombre pero en la política argentina es un mito, por su capacidad de articular dirigentes de todo el país en función de un proyecto. Mazzón fue el principal asesor político de Domingo Cavallo durante su pelea con el menemismo. Apenas renunció Cavallo, pasó a ser el principal asesor de Carlos Corach, uno de los archienemigos de Cavallo. Luego trabajó en roles centrales para Carlos Ruckauf contra Carlos Menem, para Carlos Menem contra Eduardo Duhalde, para Eduardo Duhalde contra Carlos Menem, y, finalmente, hasta hoy, para Néstor Kirchner contra Eduardo Duhalde (mientras su hijo debutaba como candidato en las listas de Mauricio Macri). ¿Está bien o mal eso? Dejemos ese debate para los moralistas: lo cierto es que, una vez más, si está bien en un sentido, lo está en el otro.

Otra: el intendente del conurbano más mimado por los Kirchner –y especialmente por el ultramontano Carlos Kunkel, que es su principal amigo– se llama Julio Pereyra. Es el jefe político de Florencio Varela. Pereyra fue el chofer de un antiguo intendente del lugar, llamado Julio Carpinetti. En esos tiempos, el poder en el distrito respondía a una pareja de duhaldistas: Carpinetti y su mujer, la entonces senadora provincial Graciela Giannettasio. Cuando éstos se pelearon, Duhalde le bajó el pulgar a Carpinetti, y el chofer –ya devenido concejal– se alió con la ex mujer de su ex jefe y así llegó a intendente. Cuando llegó Kirchner, el chofer-intendente traicionó a la mujer duhaldista y se quedó con todo el poder. Pereyra fue carpinettista, gianettasista, duhaldista, menemista, kirchnerista. Florencio Varela es uno de los distritos más desesperantes del país. Pero él sigue gobernando. ¿Gracias a qué? A su increíble capacidad para traicionar.

Y finalmente –se podría escribir un libro entero de estos casos– están los Kirchner. Cualquier persona serena que relacione su discurso principista con su trayectoria zigzagueante no puede menos que pensar en el libro de los franceses. ¿Cómo pueden, dirigentes que insisten tanto en la necesidad de coherencia, haber sido personajes claves en la entrega del petróleo argentino o haber apoyado la reelección del hombre que había indultado a los asesinos de sus compañeros? “No traicionar es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición, expresión superior del pragmatismo, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos”, dirían los relativistas Jeambar y Roucaute.

En este contexto, es sumamente ilustrativo pensar en las alternativas que tenía frente a él Julio Cobos a las 4.25 del jueves pasado. Néstor Kirchner había decidido que la resolución 125 debía ser aprobada aunque más no fuera por su mero voto de desempate. Era un proyecto que había dividido violentamente al país. El Gobierno no había logrado una mayoría parlamentaria holgada: ni siquiera una mayoría en el Senado. Desde la posición de Cobos se abrían dos caminos: ser “leal”, votar por el “sí” y, muy probablemente, desatar otra escalada de enfrentamientos; o ser “traidor” y descomprimir la terrible situación que se vivía. ¿Debía ser D’Elía, Pichetto, Moreno, Moyano, Bonafini, los cazafantasmas, La Cámpora, los intelectuales K, que son todos muy leales? ¿O ser, a la luz de los ojos de ellos, Judas o Vandor (como lo señalaron las amenazantes pintadas K en el Congreso), y aportar un gramo de sensatez debido a las obvias consecuencias que traería su voto positivo? ¿Qué debía hacer? ¿Qué deben hacer ahora los verdaderos leales al proyecto oficial? ¿Repetir que el golpismo, la oligarquía, los medios y todo eso, o alertar –de la manera más clara posible, a los gritos si es necesario– que el Gobierno va camino al abismo si insiste con métodos increíbles como avalar en silencio los desmanes de Facundo Moyano en autopistas del Sol o los escraches a la casa de Julio Cobos?

¿Son más necesarios, en este caso, los “leales” o los “traidores”?

En cualquier caso, de algunos leales convendría cuidarse. En su primer acto después de la derrota, la Presidenta compartió una tribuna con Jorge Milton Capitanich. ¿No basta percibir su sonrisa de boca ancha para deducir sus ideas sobre la lealtad y la traición?

Estaba también allí, aplaudiendo, el empresario revolucionario Eduardo Eurnekian.

Por eso, con todos los leales que hay, parece como mínimo curioso tanta preocupación por los traidores.

“En los antípodas del despotismo, la traición es, pues, una idea permanente que, a diferencia de la cobardía, evita las rupturas y las fracturas y permite garantizar la continuidad de las comunidades democráticas al flexibilizar en la práctica los principios preconizados en la teoría...”

Qué buena biblioteca debe tener don Antonio Cafiero.

Sería recomendable que, a veces, lo consulten un poco.

¿O él también será un traidor?

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-108203-2008-07-21.html

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